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UN JINETE EN LA MAÑANA DE PRIMAVERA

UN JINETE EN LA MAÑANA DE PRIMAVERA

UN JINETE EN LA MAÑANA DE PRIMAVERA

La estepa inmensurable envuelta en niebla azul, podía comenzar en cualquier parte
y también terminar en cualquier parte.
La clara luz del sol de la mañana caía al sesgo en el refugio de primavera                                                                               
 iluminando todo el caserío.
La tierra descendía como una mano abierta con pletórica luz,
ascendía el vapor del ganado en pilares de color casi azul.
El humo procedente de la yurta modelaba figuras en el cielo. Era un día hermosísimo.
Saliendo de la yurta un hombre cabalgaba y al ruido de los cascos, se dirigía al Sur.
¿A dónde iba? Subió a la montaña y estiró el cuello atrás, mirando en derredor
inspeccionó el paisaje a través de binóculos. Al hacerlo creyó que sostenía
desde la palma de la mano un contorno de arbustos y de esparto
y de pequeños grupos de caballos y reses más allá de aquel pueblo.
El mundo tenía manchas como mujer embarazada, y allí en donde orillas solares de la nieve se habían derretido, subía en espiral un tenue vapor blanco.
Entonces el jinete cambió de dirección bordeando aquel cerro.
Quizás escucharía las voces de los vientos.

¡Cómo corre mi estepa bajo mis estribos...!
¡Cómo nace mi canto sobre un trote pausado...!

Un cielo sin la más ligera nube. Dos pájaros volando sobre pequeños círculos.
La estepa sin siquiera el más ligero rasgo. Las sombras de dos aves volando en breves círculos. Las aves en su vuelo se unen a aves de sombra.
¿Acaso es natural que una estepa sin sombra haga nacer el canto?
¿Quién habrá de escuchar el corazón del ave?
Quizás sería el cielo el que escuchó los cantos del jinete. Entonces refulgió
y sería la estepa quien tomara de nuevo la canción. Se posó en la montaña
una de aquellas aves estirando el pescuezo para oír. Se confundió la hierba
con el mismo melisma de su canto. La canción resonó y bordeo los cerros.
El jinete siguió; tal vez extendería el corcel de su canto a lo ancho de la estepa. La canción no tenía ningún fin y nunca le aburrió. El cielo lo miraba
con silencio absoluto; el espejo celeste de los cielos reflejaba estas cosas
y era igual como si se revelase en el espejo de mi corazón.
El jinete en la estepa del ígneo corazón ¿surgió en ese momento de lo eterno
atravesando juntos el espejismo azul de nuestra primavera?
Apoyé mi cabeza sobre el cielo y en los cerros azules de la estepa.
Me extasió aquel sonido. A tan corta distancia se alejaba el jinete
y tejió su infinita melodía tal hilo evanescente. Entonces, se hizo súbito el silencio.

UN JINETE EN UN DÍA DEL VERANO

La estepa inmensurable, envuelta en niebla verde, podía comenzar en cualquier parte y también terminar en cualquier parte.
Al mediodía desde lo alto, rayos de sol caían muy intensos
sobre flores y puntas de la hierba. Las tan ardientes rocas adquirieron matices
lila oscuro. Pero dentro del agua tan fría de los pozos, la cubeta de cuero no mostraba señales del calor abrasante. Vino un hombre a caballo desde invernales cerros y se alejó trotando mientras invocaba con silbidos la suave frescura que anhelaba. ¿A dónde marcharía?
El jinete salió entre hatos de camellos que pastaban y llegó al pozo
en donde los caballos se agolpaban en medio de las rocas.
Cuatro veces tiró de la cubeta vertiendo el agua de aquel pozo en el abrevadero de madera, y el caballo sediento la bebió con premura y no prestó atención a su costumbre. Se cansó de beber el caballo, y marchó contra el viento por la dehesa abierta. Justo en ese momento el hombre de la estepa recobró el aliento, recuperó las riendas y silbando lo puso en movimiento.
--Bebe bastante—le dijo sin prisa. De nuevo sacó agua de la cubeta y la depositó en el abrevadero. Contempló al caballo de dientes prominentes, mientras éste bebía el agua a grandes tragos y su cálido cuerpo anheló la frescura.
El mundo era una vaga niebla verde, los cascos de los potros levantaban nubes de polvareda. El jinete bordeó el cerro a buen galope. Un conocido canto llevado por la brisa apaciguó su mente.

mediremos a nuestra propia tierra con la extensión de nuestras melodías...
enviaremos amor a través de la vida de nuestros propios cantos...

El estrellado cardo se mecía bajo las riendas fuertes del jinete,
mientras las mariposas y las nubes de insectos revoloteaban sobre su cabeza.
Las ovejas se unían en un claro espejismo como cisnes reunidos en un lago
y bandadas de pájaros elevaban el vuelo con la brisa. Resonó la canción
y el jinete bordeó la siguiente montaña. La vasta e inmensurable estepa se extendía y evocó la expansión de Mongolia. ¿Sería éste el canto de un infinito viaje? Entonces encontró otro jinete. En mitad de la estepa se juntaron, bajaron del caballo y allí se sentaron con las piernas cruzadas entre flores.
Se intercambiaron cajas de rapé, preguntaron ambos por la salud del otro. Supongo que los animales que los observaban no hablaron sobre lo que sucedía en las tierras cercanas o remotas. Se separaron luego los jinetes cabalgando en opuestas direcciones como si ya midieran la estepa que tenían ante sí. Era tal si abarcaran con su cuerda la tierra, mientras el eco débil de aquella entonación se escuchaba a través de la llanura. Resuena la canción en lo infinito. Es el canto humano de la estepa o el ritmo de mis propios pensamientos o los de cualquier hombre. Ya siento sumergirme, como si me estuviera hundiendo en su sencilla y tersa melodía.
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