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LAS GRULLAS

En cada primavera, grullas de rostro negro van agitando el aire,
sacuden sus azules barbas y van batiendo alas
hasta que al fin se posan a su antojo en Mongolia
para buscar pareja.
Exhaustas por su largo vuelo sobre la extensa estepa,
año tras año vienen a ese mismo paisaje
donde conocen gente y la gente también a ellas las conoce.
Bajo el amparo de la estepa virgen
y valorando como dioses a los humanos,
empollaron dos huevos moteados y confiadamente
los ocultaron cerca de la yurta de un sencillo granjero.
No se atuvo el granjero a ese viejo refrán:
“Si proyectas tu sombra
en huevos recién puestos,
éstos se van a malograr”.
Y en vez de proteger los huevos,
se los echó al bolsillo y los llevó a su casa.
Dos angustiadas grullas chapotearon en los charcos de lluvia,
y peinaron sus plumas como si no tuvieran alas,
y allí pasaron solas el verano.

Cuando el viento otoñal desarregló sus plumas,
rebuscaron las grullas la yurta del granjero,
y hallaron a un pequeño con botines de alegres cascabeles
que jugaba distante de su hogar.
Apenas le cuidó adulto alguno.
Intentó con un grito atrapar a las grullas,
mas cuidadosamente, éstas conservarían su distancia,
y fueron alejándose del hogar del granjero.
Las seguía el pequeño sin darse apenas cuenta.
La madre que debía amamantarlo,
llamaría tres veces al pequeño
pero no aparecía.

Parientes y vecinos
recorrieron la estepa desde el fin al comienzo.
No encontraron al niño
ni siquiera a sus botas tan menudas.
Pues no comprenderían que el pequeño
sería canjeado por dos huevos de grulla.
Nunca nadie lo supo.

La bandada de grullas
pasaría graznando sobre la yurta adversa.
¿Sobrevoló una sombra o sería una lágrima?
En la olla con leche, hirviendo sobre el fuego,
quedó una oscura mancha.

traducido por Justo Jorge Padrón
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